evivir y regodearse en el sufrimiento es una cualidad femenina. Eso piensan otros de nosotras. Eso piensan algunas de ellas mismas. ¿Es justo?
El sufrimiento parece haberle dado vida y forma a múltiples personajes femeninos en historias que adquieren voz en páginas, canciones o películas. Invoco a Eva, que tempranito fue condenada a parir con dolores según la Biblia del cristianismo; llamo a Antígona Pérez, que olvidó el miedo y prefirió exponer su vida para preservar la dignidad en la muerte de sus hermanos; presento a Inés, de Los soles truncos, presta a sacrificar su presente por éste no ajustarse a la gloria del pasado; y no olvidemos a la cantante inglesa Adele, quien superó el mal de amores que sufría escribiendo una canción, Someone Like You, que encontró eco en millones de personas en el mundo. Personas, no mujeres.
Por sentado se da que un personaje femenino debe ingerir varias onzas de sufrimiento en cada historia. Nos resulta familiar escuchar la frase “mujer sufrida”, a la cual casi se le da estatus de virtud. En esos términos parecería que sufrimos para vivir, que vivimos para sufrir, que es un estado gozoso y también todas las anteriores.
Pero vamos por partes. Por siglos no hemos escogido la vida que queremos o la que mejor nos sienta, por siglos hemos luchado y sobrevivido portando una genética que en ocasiones va a nuestro favor y, a veces, se torna en contra. Cierto es que las hormonas traicionan y modelan el particular modo de ver la vida pero aún así no me convenzo. Nadie está hecho para la aflicción perpetua, a menos que sea la protagonista de una telenovela, género en el que la congoja es un estado que se tolera estoicamente ejercitando el aparato lagrimal más de una vez en cada capítulo, porque la feliz recompensa está garantizada en el final.
Y de tanto huirles a esas mujeres sufrientes a veces sin querer llegamos al otro extremo, al polo en el que el entorno femenino condena y reprime la emoción”
En la vida real, a las mujeres nos asusta menos que a los hombres sentir al máximo y expresarlo. Sentir significa, en nuestro diccionario, empatía. Y cuando esa conexión anda activada, puedes transitar en los zapatos de otros con mayor facilidad y honestidad. En el universo de la ficción, ése debería ser el punto de partida hacia los extremos, pasando por tantas gradaciones de colores posibles como personalidades existen.
Sepan escritores que generalmente las lectoras nos alejamos de ciertos personajes; casi nadie quiere ser la boba, la llorona, la débil. Y de tanto huirles a esas mujeres sufrientes a veces sin querer llegamos al otro extremo, al polo en el que el entorno femenino condena y reprime la emoción.
La boba y la mujer de acero se han mirado en el espejo de la literatura donde ha habido espacio para observarnos formadas y deformadas, siempre según el modo en que manejemos nuestras emociones. Debo recordar en este momento a Viviana Sansón, protagonista de la novela El país de las mujeres, de la nicaragüense Gioconda Belli. “Nos hemos pasado demasiado tiempo arrepintiéndonos de ser mujeres -decía- y tratando de demostrar que no lo somos, como si serlo no fuera nuestra principal fuerza, pero no más: vamos a tomar cada estereotipo femenino y llevarlo hasta las últimas consecuencias”. Luego el personaje remataría añadiendo que el problema no es lo que se piensa de las mujeres sino “lo que nosotras hemos aceptado pensar de nosotras mismas”. “Nos hemos dejado culpabilizar por ser mujeres, hemos dejado que nos convenzan de que nuestras mejores cualidades son una debilidad”, proponía Viviana Sansón.
Suerte que Ana Teresa Toro no se ha creído el cuento y no ha tenido miedo de adentrarse en los sentires sin reparos de tres mujeres. Al menos eso me dice su primera novela, Cartas al agua, una historia en la que ellas sienten a plenitud; a veces con alegría, otras con rabia, con pasión y gusto y otras con nostalgia. Escribir de amor es un arma de doble filo la cual casi siempre termina cercenando el deseo de volver a intentarlo. Tanto temes ser cursi que te vuelves una escritora de piedra. Pero los sentimientos no necesitan adorno. El amor y el odio se describen en esta novela con precisión, quedando en estado puro y cerrándole así el paso a la palabrería inútil.
Hay gusto en esta novela. Sus personajes parecen estar dentro de un gran paréntesis del cual escapar solo parece ser posible cuando se hacen las paces con el deseo y el sentimiento.
Los adoquines, la montaña y el mar pintan los perfiles de la discreta matriarca Alicia, de la ardorosa combatiente de recuerdos Luz y de Marcela, heredera de la posibilidad de sentir como forma de liberación. El mar infinito, fiel y caprichoso, rodea a estas mujeres y a sus sentimientos. A merced de una ruleta rusa que a su antojo las lleva y las trae entre olas viven. De ellas queda rebelarse y dar la pelea.
Con empatía y, si se quiere, con complicidad, veamos los relatos de esta abuela, de esta hija y de esta nieta quienes por costumbre -o por misterios del ADN- enfrentan de distinto modo las consecuencias de amar.
Sí, creo que es momento de conocer a la abuela. Es dura Alicia, con ella más que con nadie. Prefiere callar a arrepentirse por lo no calculado, por la exposición sin defensas que tarde o temprano la conduce al ruedo de los amores y los dolores.
Las tres mujeres se cartean con ella porque es presencia puntual -quizá una de las pocas conocidas en sus vidas- y presencia que impone control sobre lo incontrolable: el mundo de los sentires”
Su hija creyó entenderlo y lo intentó de otra forma. Alimentar rencor toma tiempo y requiere consistencia pero Luz se ha entregado a esta causa devotamente. Su fin puede ser distinto, solo si ella así lo permite.
La tercera oportunidad llega con la nieta, Marcela, una auténtica mujer de hoy capaz de entender los prejuicios y sinsabores de quienes la precedieron. Intuye que debe superarlos. ¿Va por la vida con coraza o sin ella? Es joven, dejémosla, ya veremos cómo camina la misma ruta que las otras.
Las tres mujeres se entienden con el agua que sana, purifica, limpia, encarcela y asfixia al mismo tiempo. Las tres mujeres se cartean con ella porque es presencia puntual -quizá una de las pocas conocidas en sus vidas- y presencia que impone control sobre lo incontrolable: el mundo de los sentires.
Cartas al agua es el modo en que Ana Teresa Toro explora el sentimiento intenso, callado, privado y cotidiano, ese que de tanta presencia no espanta, ese del que sabemos que nadie escapa. Sea hombre o mujer.
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