r al US Open, ese evento en el que el tenis es sujeto de devoción, es algo así como un experimento social. Es cierto que los tantos que uno se encuentra desde el tren van a ver al suizo Roger Federer -el tenista número dos del mundo, al escribir estas líneas- en el juego que tendría con el australiano Sam Groth, y les interesa el partido entre la rusa María Sharapova y la alemana Sabine Lisicki, pero el US Open, como cualquier otro evento deportivo, es un pretexto para socializar y contemplar los códigos culturales de otros. Aquí no hay panderos ni otros artilugios relativos a la algarabía puertorriqueña. Tampoco hay gritos de esos que se quedan con el estadio ni resonantes silbidos.
Aquí hay mujeres en tacos, finitos porque lo específico en este caso es mandatorio para entender la incomodidad que eso podría suponer, hombres con sus Polos impecables, copas de vino tinto y blanco, y un restaurante para cenar como la ocasión amerita. Por ejemplo, hay un lugar llamado Mojito, inspirado en la gastronomía cubana, o Champions Bar & Grill, un steakhouse. Olvídese de cualquier alimento parecido a las alcapurrias mucho menos un mero hot dog o hamburger. Para esas últimas dos opciones y otras más mundanas, el “palomar”. Precisamente desde donde muchos vimos los matches.
Estamos en el Arthur Ashe Stadium, en Queens, Nueva York, al lado del Citi Field, la casa de los Mets. Y en este quinto día del US Open, en las afueras del Flushing Meadow Park, donde se celebraron las Ferias Mundiales de 1939-1940 y 1964-1965, se encuentran los fanáticos del tenis y del béisbol. Los fanáticos entretienen el ojo con tiendas de mercancía del US Open que tienen artículos como bolas de tenis enormes -similares al tamaño de una de baloncesto- con el logo de Wilson, uno de los auspiciadores del evento, de Polo Ralph Lauren o el exhibidor de Mercedes-Benz. Hay filas por todas partes y ante la inminencia de que los juegos iniciaran al filo de las 7:00 p.m., la gente se desesperó.
Sin saber bien dónde meterse, muchos se aglutinaron hacia el lado más próximo a la entrada que les correspondía. Así, con suposiciones y vueltas equivocadas, más de uno se metió donde no le tocaba. Al ver que le correspondería hacer esa larga fila, uno de esos fanáticos de “fina estampa” -quizás de esos que pagaron mil y pico de dólares por ver el juego tan cerca como para escuchar la fuerza de la raqueta contra la bola- se quejó porque tenía frente a él y su gran copa de vino tinto, “a unos con boletos de Internet”. “¿Esto es así de desordenado siempre?”, le preguntó airado a una ujier otro señor acompañado de un hombre y dos mujeres, una de ellas dispuesta a proclamar su felicidad por estar un poco borracha ante semejante despelote.
Muchos subimos pisos y pisos de escaleras que nos conducirían a nuestras respectivas secciones y de pronto, cuando llegas a la correcta, la imagen de ese estadio casi repleto y de Federer, esa figurita que desde lejos se mueve y salta liviano como una pluma, entusiasma a sus fanáticos más férreos
Muchos subimos pisos y pisos de escaleras que nos conducirían a nuestras respectivas secciones y de pronto, cuando llegas a la correcta, la imagen de ese estadio casi repleto y de Federer, esa figurita que desde lejos se mueve y salta liviano como una pluma, entusiasma a sus fanáticos más férreos. “Go, Roger!”, le grita al tenista acostumbrado a los laudos, un nene con su voz finita unas cuantas filas detrás de mí. Federer es extremadamente delgado y contra Groth, musculoso y agresivo, su estilo de juego delicado -hasta cuando más duro le da a la bola- luce más aún.
Federer le ganó a Groth por 6-4, 6-4 y 6-4, pese a servicios enormes del australiano como el más rápido de todos: 145 millas por hora, como comprobó el marcador. En las pausas de aquella noche una cámara voladora sorprendía al público; algunos decían adiós entre emoción y sorpresa una vez se veían en la pantalla gigante. Así descubrimos a algunos famosos como el actor Will Ferrell, quien no dudó en hacer una que otra mueca, o a la diseñadora Vera Wang sentada junto a la editora jefa de la revista Vogue, Anna Wintour.
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El terreno rectangular ya esperaba por la entrada de María Sharapova y Sabine Lisicki, la quinta y la vigésimo sexta del mundo, respectivamente, y una vez entraron, la ceremoniosa y usual formalidad del público del tenis se interrumpe. “¡Maríaaaaaaa!”, gritan unos cuantos desde las gradas ante la rusa bien conocida por su desempeño deportivo y sus gemidos al pegarle a la bola que incomodan a una joven norteamericana sentada frente a mí. Ninguna de las tenistas escucha los piropos y Sharapova constantemente parece besar algún amuleto que sostiene con fe. No escuché a ninguna mujer o ningún hombre piropear a Federer, por ejemplo, pero Sharapova tuvo que ignorar el fastidio que causan esos gritos nada solapados.
Un puertorriqueño cerca de mí, absorto en el juego que Sharapova y Lisicki se disputaban, no pudo evitar un sonoro “¡Ave María!”. Por esa expresión de asombro tan recurrente en pueblos de la isla y su hablar boricua lo reconozco. Sharapova ganaría 6-2, 6-4 ese reñido partido pero cerca de las 11:30 p.m. ya era hora de retornar para varios en el público y muchos optan por levantarse de sus asientos antes que culminara el partido. En esta ciudad donde la enormidad del mundo se siente en los rostros y los idiomas de quienes te rodean -como los indios a mi derecha, los ingleses a mi izquierda o los mexicanos en la fila de atrás que hablan del juego de esas dos “güeras”- el tiempo es una especie de ilusión y la prisa impera hasta cuando uno se divierte.
En esta ciudad donde la enormidad del mundo se siente en los rostros y los idiomas de quienes te rodean -como los indios a mi derecha, los ingleses a mi izquierda o los mexicanos en la fila de atrás que hablan del juego de esas dos “güeras”- el tiempo es una especie de ilusión y la prisa impera hasta cuando uno se divierte
A unos nos quedan 45 minutos de ruta en el tren, con un cambio de línea en la calle 42 en Times Square, la estación siempre abarrotada del metro de Nueva York. A otros les queda más tiempo por llegar a casa, a otros menos. Pocos tienen su carro en los pies del estadio. Aquí la urgencia es la cotidianeidad y aunque no se va a la velocidad de la bola de tenis, correr es la prioridad aun cuando la vista desde lo alto, en esta ciudad de tantas luces, exige detenerse un poco y contemplar.
Quietos, sin moverse, sin redes sociales, sin teléfonos.
Acabo de salir del US Open y, cuando eso ocurre por primera vez, hay una sensación de haber sido uno más que vio a jugadores de los que queda mucho por decir y de haber sido uno de los que llegó al palomar para volver a bajar viendo el juego, y la gente, de otro modo.
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